Gracias por habernos acompañado durante todo el año.
Brindemos por la amistad y por nuevas costumbres de vivir la vida: Apreciando lo simple, sorprendiéndonos con lo cotidiano.
Un abrazo! Especialmente a los que a pesar de todo, intentan mejorar un poco el mundo que habitamos, empezando... por uno mismo.
EXITOS!!!
* Regalito :)
* Una historia de Navidad
Este año fue un año de festejos pálidos. Puede ser resultado de la preocupación que muchos, muchos tenemos, porque nuestro trabajo es precario, porque no hallamos trabajo, o simplemente porque no encontramos el tiempo para nuestra felicidad.
Nos están robando la felicidad, la simple alegría de estar con nuestros queridos, con nuestros amigos, disfrutando la charla en amable aceptación del devenir, o simplemente mirando las escenas del barrio, repetidas y cotidianas.
Y quienes nos sustraen la felicidad desde el mundo de la especulación de mercancías (me niego a llamarlo mercado de valores), no entienden que hay una maldición para quienes roban la felicidad ajena: ¡perder, irremediablemente, la propia felicidad!
Tal vez por esta suma de razones me acosté no muy tarde, terminada la cena de Nochebuena. Me agrada mucho levantarme temprano los 25 de diciembre y los primeros de enero. Cuando la ciudad está silenciosa y vacía y parece haber sido abandonada precipitadamente por el desorden que se encuentra en todas partes.
Calles sembradas de cilindros de cartón que fueron estruendos y luces. Botellas testimonios de festejos continuados en las veredas.
Y silencio por la falta de tránsito, de ruidos de motores y bocinas, adueñado por el canto de los pájaros, que por la mañana festejan haber superado la noche de estruendos y tormento.
Reflexiono, ¿no seremos capaces de festejar sin invadir y asolar la intimidad de la naturaleza? ¿Sin agredir a las aves en sus nidos, los perros en sus cuchas, los bebés en sus cunas?
Mientras pasan varios pensamientos por mi cabeza, pedaleo con la satisfacción de un aire sin humo de escapes; descuidando la espalda, sin temor a los automóviles y colectivos, y con el peso de un paquete de zanahorias en el bolsillo izquierdo del pantalón corto, que llevo a los coipos del Parque Tres de Febrero.
¡Hermosas nutrias de dientes anaranjados que se adueñaron del espejo y nos hacen felices con el simple acto de aceptar, tomando delicadamente aquello que ofrecemos con sus dientes desmesurados y pulidos!
Me senté donde suelo hacerlo en mis descansos, cuando salgo a andar en bicicleta.
Al oír el ruido de la bolsa que abrí, perfumada de olor a zanahorias, compartiendo mi mañana soleada y solitaria, las nutrias comenzaron a acercarse, en su repetida conducta, casi un rito.
Los coipos se aproximan silenciosos, nadando con la cabeza apenas emergiendo y llegan hasta la costa. Despacio, cautelosamente olisquean el aire varias veces y finalmente se deciden a tomar el alimento con sus dientes. Se apartan un poco y, asiendo entre sus manos la zanahoria o el pan, comen, confiados, cerca de nosotros.
Estaba agradado y absorto en la tarea cuando percibí una silueta a mis espaldas.
Se trataba de un muchachito de unos 20 años, moreno, cabello castaño oscuro, quien me preguntó
-¿No hacen daño? ¿No atacan?-
Me di media vuelta, -No, respondí-
-En general somos nosotros, los humanos, quienes los agredimos a ellos y a todos los animales que conviven con nosotros. Hay una larga lista de especies extinguidas, cazas de ballenas, matanzas de delfines...
¡Son los animalitos quienes deberían preocuparse ante nuestra presencia!
Riéndose, agregó – Estaba con mi novia, sentado junto al lago y se acercaron un par de ellos. Pensamos que nos podrían morder y nos asustamos, por lo que nos levantamos y nos fuimos -
- Sentate al lado mío, porque si te ven parado no se aproximan -, le dije.
- Tomá, dales vos mismo una zanahoria-
El jovencito no dudó, extendió la mano y esperó sin temblar a que un coipo grande y solemne le hincara sus dientes -
- ¡Es un palo!, exclamó.
- Vení dijo a la muchacha, mirá qué mansitos son! -
La jovencita, también de ojos oscuros y cabello castaño, enfundada en un vestidito de noche, negro y simple, que confirmaba que venían de festejar, que se acostarían tarde, se acercó y también se acuclilló a nuestro lado.
- ¿No muerden?- volvió a interrogar ella.
- No - respondí. - Como te decía antes, ellos deberían aprender a cuidarse de nosotros, que somos su peligro...
- ¿Qué pasa si le pongo la mano sin comida? - , continuó preguntando el muchacho (y en esto se conoce que mantenía su niño interno despierto, porque sabemos que los niños son siempre preguntones y dispuestos al asombro).
- Te olerá, y seguramente se alejará, ante la falta de alimento – contesté, con la certeza producto de muchos encuentros anteriores.
El muchachito extendió firmemente su mano en toda la extensión de su brazo.
La gran nutria se acercó, olió su dedo y lo rozó con sus dientes color naranja, confirmó con sus bigotes la ausencia de comida (o tal vez fue una caricia agradecida) y se marchó al agua.
El joven, de quien no supe el nombre, estaba alborozado, la jovencita lo miraba con adoración.
- ¿Crees en el espíritu de la Navidad?, pregunté. -en estos días en que muchas personas son más amables y se hacen regalos? -
Me miró sin entender, atento. ¿Adónde iría mi charla?
- Vos mismo encarnas el espíritu de la Navidad. Y acabas de hacer varios regalos,- seguí.
-Un presente a vos mismo, el regalo de ver a los coipos como animales dóciles y amigables y no como bestias arteras que se aproximan para morder. Y el de probar tu valor al poner tu dedo al alcance de sus dientes -
- A la muchacha que te acompaña le has regalado saber ahora algo más de ti: que el compañero que tiene al lado es abierto en sus pensamientos, puede cambiar de opiniones y además tiene coraje, es valiente.-
- Finalmente a mí me has hecho un obsequio muy preciado.
- Preguntaste si podrías exponer tu mano. Te contesté que sí y me creíste. Me has dado el obsequio más preciado: tu confianza.
Por esto te preguntaba si creías en los milagros de la Navidad...
Me miró profundamente. Se levantó, tomó a la muchachita por el hombro, y con una sonrisa de sol de la mañana dijo simplemente, ¡gracias!
Me erguí, retribuí el abrazo que me dieron; rodeado de coipos, patos y torcazas observé cómo se alejaban.
(Relato de un suceso real, un 25 de diciembre)
Eduardo Arbace Baleani
Este año fue un año de festejos pálidos. Puede ser resultado de la preocupación que muchos, muchos tenemos, porque nuestro trabajo es precario, porque no hallamos trabajo, o simplemente porque no encontramos el tiempo para nuestra felicidad.
Nos están robando la felicidad, la simple alegría de estar con nuestros queridos, con nuestros amigos, disfrutando la charla en amable aceptación del devenir, o simplemente mirando las escenas del barrio, repetidas y cotidianas.
Y quienes nos sustraen la felicidad desde el mundo de la especulación de mercancías (me niego a llamarlo mercado de valores), no entienden que hay una maldición para quienes roban la felicidad ajena: ¡perder, irremediablemente, la propia felicidad!
Tal vez por esta suma de razones me acosté no muy tarde, terminada la cena de Nochebuena. Me agrada mucho levantarme temprano los 25 de diciembre y los primeros de enero. Cuando la ciudad está silenciosa y vacía y parece haber sido abandonada precipitadamente por el desorden que se encuentra en todas partes.
Calles sembradas de cilindros de cartón que fueron estruendos y luces. Botellas testimonios de festejos continuados en las veredas.
Y silencio por la falta de tránsito, de ruidos de motores y bocinas, adueñado por el canto de los pájaros, que por la mañana festejan haber superado la noche de estruendos y tormento.
Reflexiono, ¿no seremos capaces de festejar sin invadir y asolar la intimidad de la naturaleza? ¿Sin agredir a las aves en sus nidos, los perros en sus cuchas, los bebés en sus cunas?
Mientras pasan varios pensamientos por mi cabeza, pedaleo con la satisfacción de un aire sin humo de escapes; descuidando la espalda, sin temor a los automóviles y colectivos, y con el peso de un paquete de zanahorias en el bolsillo izquierdo del pantalón corto, que llevo a los coipos del Parque Tres de Febrero.
¡Hermosas nutrias de dientes anaranjados que se adueñaron del espejo y nos hacen felices con el simple acto de aceptar, tomando delicadamente aquello que ofrecemos con sus dientes desmesurados y pulidos!
Me senté donde suelo hacerlo en mis descansos, cuando salgo a andar en bicicleta.
Al oír el ruido de la bolsa que abrí, perfumada de olor a zanahorias, compartiendo mi mañana soleada y solitaria, las nutrias comenzaron a acercarse, en su repetida conducta, casi un rito.
Los coipos se aproximan silenciosos, nadando con la cabeza apenas emergiendo y llegan hasta la costa. Despacio, cautelosamente olisquean el aire varias veces y finalmente se deciden a tomar el alimento con sus dientes. Se apartan un poco y, asiendo entre sus manos la zanahoria o el pan, comen, confiados, cerca de nosotros.
Estaba agradado y absorto en la tarea cuando percibí una silueta a mis espaldas.
Se trataba de un muchachito de unos 20 años, moreno, cabello castaño oscuro, quien me preguntó
-¿No hacen daño? ¿No atacan?-
Me di media vuelta, -No, respondí-
-En general somos nosotros, los humanos, quienes los agredimos a ellos y a todos los animales que conviven con nosotros. Hay una larga lista de especies extinguidas, cazas de ballenas, matanzas de delfines...
¡Son los animalitos quienes deberían preocuparse ante nuestra presencia!
Riéndose, agregó – Estaba con mi novia, sentado junto al lago y se acercaron un par de ellos. Pensamos que nos podrían morder y nos asustamos, por lo que nos levantamos y nos fuimos -
- Sentate al lado mío, porque si te ven parado no se aproximan -, le dije.
- Tomá, dales vos mismo una zanahoria-
El jovencito no dudó, extendió la mano y esperó sin temblar a que un coipo grande y solemne le hincara sus dientes -
- ¡Es un palo!, exclamó.
- Vení dijo a la muchacha, mirá qué mansitos son! -
La jovencita, también de ojos oscuros y cabello castaño, enfundada en un vestidito de noche, negro y simple, que confirmaba que venían de festejar, que se acostarían tarde, se acercó y también se acuclilló a nuestro lado.
- ¿No muerden?- volvió a interrogar ella.
- No - respondí. - Como te decía antes, ellos deberían aprender a cuidarse de nosotros, que somos su peligro...
- ¿Qué pasa si le pongo la mano sin comida? - , continuó preguntando el muchacho (y en esto se conoce que mantenía su niño interno despierto, porque sabemos que los niños son siempre preguntones y dispuestos al asombro).
- Te olerá, y seguramente se alejará, ante la falta de alimento – contesté, con la certeza producto de muchos encuentros anteriores.
El muchachito extendió firmemente su mano en toda la extensión de su brazo.
La gran nutria se acercó, olió su dedo y lo rozó con sus dientes color naranja, confirmó con sus bigotes la ausencia de comida (o tal vez fue una caricia agradecida) y se marchó al agua.
El joven, de quien no supe el nombre, estaba alborozado, la jovencita lo miraba con adoración.
- ¿Crees en el espíritu de la Navidad?, pregunté. -en estos días en que muchas personas son más amables y se hacen regalos? -
Me miró sin entender, atento. ¿Adónde iría mi charla?
- Vos mismo encarnas el espíritu de la Navidad. Y acabas de hacer varios regalos,- seguí.
-Un presente a vos mismo, el regalo de ver a los coipos como animales dóciles y amigables y no como bestias arteras que se aproximan para morder. Y el de probar tu valor al poner tu dedo al alcance de sus dientes -
- A la muchacha que te acompaña le has regalado saber ahora algo más de ti: que el compañero que tiene al lado es abierto en sus pensamientos, puede cambiar de opiniones y además tiene coraje, es valiente.-
- Finalmente a mí me has hecho un obsequio muy preciado.
- Preguntaste si podrías exponer tu mano. Te contesté que sí y me creíste. Me has dado el obsequio más preciado: tu confianza.
Por esto te preguntaba si creías en los milagros de la Navidad...
Me miró profundamente. Se levantó, tomó a la muchachita por el hombro, y con una sonrisa de sol de la mañana dijo simplemente, ¡gracias!
Me erguí, retribuí el abrazo que me dieron; rodeado de coipos, patos y torcazas observé cómo se alejaban.
(Relato de un suceso real, un 25 de diciembre)
Eduardo Arbace Baleani
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